martes, 12 de junio de 2012

22

Corinna
Caminaba lentamente por las calles de París, una chica delgaducha y pequeña. Caminaba pensativa mientras la lluvia francesa caía sobre su cabeza. Pero no parecía importarle. Daba pequeños saltos intentando evitar los charcos, pero siempre caía en alguno. El flequillo le tapaba ahora los ojos, y sus gafas se encontraban empañadas ahora. Pero aquello no evitó que Corinna, pudiese fijarse en las personas que corrían a su alrededor.

Llevaba el vestido empapado, y las sandalias rotas por haberse resbalado en las escaleras del parque.

La gente corría a su alrededor, intentando ponerse a salvo de las gotas que caían. Pero Corinna caminaba a paso lento, no es que no le importara que la lluvia ahora estuviese llegando a su ropa interior, pero había algo que en su pequeña cabeza había bloqueado sus acciones motoras, por lo que solo pensaba en esa preocupación que tenía. Y lo que ocurría a su alrededor no importaba en absoluto.

Pues bien, la pequeña Corinna, conocía que algo se estaba cociendo en su menuda cabeza, pero no sabía el qué. Había estado nerviosa toda la mañana mientras trabajaba en la biblioteca, pero no sabía el por qué. ¿Olvidaba algo? Probablemente sí, puesto que era la persona más despistada y desordenada del universo. Pero no era aquello, se trataba de otra cosa, y ella estaba segura.

Por fin visualizó el jardín de la señorita Dawson, una gran dama inglesa, que había llegado a París para trabajar como actriz, y a la que le iba demasiado bien. La casa de Corinna, era algo más pequeña que la casa de la señorita Dawson, y quedaba cerca de ésta. Cruzó la carretera y empujó la verja oxidaba que daba a su pequeño jardín llena de plantas podridas. Corinna siempre había pensado que podrían cuidarse solas, como las del bosque, y esperaba con ansias poder demostrarlo, pero por el momento, las plantas marchitas adornaban su pequeño jardín.

Caminó por las baldosas de piedra e introdujo la llave en la puerta. Se oyó un pequeño chirrido y por fin, estaba en la entrada de su hogar. Iba a darse una ducha, cuando de pronto oyó el timbre de la puerta. ¿Quién sería? ¿La señora Babineaux? Su jefa estaría ahora demasiado ocupada ordenando los libros que los niños, en la sala infantil, habían dejado escondidos debajo de la mesa, de la alfombra, y quién sabe dónde. ¿La señorita Dawson? No lo creía, probablemente estaría ensayando para su próxima obra de teatro. Pues no quedaban más personas que conocieran a Corinna, ya que no era muy sociable.

Después de quedarse unos minutos embobada pensando en quién podría ser la persona que esperaba ahora en la puerta, sonó por tercera vez el timbre. Y esta vez, abrió. Se trataba de una mujer menuda, con pelo blanco recogido en un moño, y vestido negro. Sus arrugas ya habían quedado tan marcadas, que parecía que aquella señora se las había pintado así misma. Pero extrañamente, sonreía, o eso parecía, pues su labio inferior se torcía ligeramente hacia abajo y hacia fuera.

“Veo que no sabes quién soy”. Corinna volvió a quedarse pensativa de nuevo. Y revisando su lista de personas conocidas y con aquellas en el que en algún momento de su vida había compartido oxigeno. Pero aquella señora no se encontraba en ella, no la había visto nunca. “¿No me recuerdas?”

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